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La memoria

Séptimo Deslizamiento:

La memoria

Publicado el 21/07/2014
En esta neva versión de sus Deslizamientos, Álvaro Bisama nos cuenta por qué los mundos de Félix Vega y Alberto Breccia están entre los recuerdos que atesora.

La memoria

Hace más de quince años acompañé a mi amigo Francisco Ortega a entrevistar al dibujante Félix Vega. Con Ortega éramos veinteañeros y colaborábamos en la revista La Noche. Nos pagaban con vales de la discoteca de música electrónica de Sergio Lagos. Vega era un poco mayor que nosotros pero a esas alturas ya era una estrella de la historieta chilena. Hijo del legendario Óscar Vega, creador de Mampato, había descollado desde adolescente como un artista con una técnica única y un imaginario personalísimo. Mientras el cómic chileno languidecía luego de la explosión del underground de fines de los ochenta, Vega armaba un universo propio con las aventuras de Juan Buscamares (que en ese momento publicaba Norma en España) y los cómics eróticos que salían regularmente en la edición ibérica de Playboy, con guiones de Enrique Sánchez Abulí. De hecho, cuando fuimos a verlo, Vega estaba dejando Chile: dos o tres días después de la entrevista, se iba a vivir a España, a trabajar allá. Tenía sentido. Chile era un lugar detestable en esa época. Pinochet aún no era detenido en Londres (de hecho, era el tiempo en que Andrés Zaldívar lo recibió con los brazos abiertos en el Senado) y el nacionalismo tipo Bonvallet hacía nata. Vega ironizaba: nos dijo que se iba del país porque en Chilevisión habían dejado de exhibir "Millenium", la serie de Chris Carter que mezclaba satanismo, el fin del mundo y una banda sonora que tenía a Patti Smith. Yo estaba de acuerdo. "Millenium" era un milagro inesperado en nuestras pantallas y los noventa eran una década muerta y superficial, vacía, profundamente idiota que lamentablemente aún no terminaba.

Me desvío. Esa tarde Vega nos recibió con amabilidad. Su estudio quedaba en Román Díaz, en una casona con una terraza. El lugar era amplio y parecía un museo. Vega había estudiado artes visuales y había varios óleos de gran tamaño apilados en el lugar. También estaban las ediciones de sus cómics, una biblioteca magnífica (recuerdo haber leído, mientras Ortega lo grababa, el especial navideño de "Sin City", que estaba dedicado a Hugo Pratt) y varios dibujos e ilustraciones originales de otros artistas colgados en las paredes.

Una de esas ilustraciones era de Alberto Breccia. Breccia, que era tal vez el más grande de los dibujantes argentinos de la segunda mitad del siglo veinte, era alguien empecinado en una búsqueda gráfica que avanzó de lo seguro a experimental, de lo obvio a lo abstracto, de lo comercial a lo imposible. El mito dice que quemó gran parte de las planchas originales de "Vito Nervio", el cómic que lo hizo famoso, en el patio de su casa y que de ese humo gris apareció el estilo maduro que se convirtió en su marca original: pétreo, lleno de manchas y sombras, de criaturas imposibles, como si avanzara (desde "Mort Cinder"

a "Perramus", desde su versión de "El Eternauta" a las adaptaciones de Lovecraft y Poe que hizo) hacia un punto donde su horizonte fuese dibujar lo innarrable, ofreciendo la tinta negra como una especie de abismo del que el lector no puede volver. Pero el dibujo de Breccia que tenía Félix Vega colgado no era oscuro. No parecía Breccia. Eran, creo, un par de duendes pintados en tonos azules, una ilustración infantil. Breccia se lo había dejado al padre de Vega, cuando había estado en Chile en los sesenta o los setenta, cuando él y muchos otros artistas como H.G. Oesterheld cruzaban la frontera de modo fluido, inesperado y cotidiano.

Pienso ahora que esa ilustración de Breccia cambió en que percibía ciertas cosas de modo tajante. Breccia, que parecía vivir en una eterna penumbra y gravedad (quizás es quien mejor ilumina la conexión casi directa que puede haber entre el horror cósmico de Lovecraft y cierto angst existencialista) era también un artista delicado, que podía captar el imaginario infantil con apenas un par de líneas. No había dualidad. No había absolutos. Lo mismo pasaba con Vega: experto dibujante de la picaresca erótica y de la tensión sexual de los cuerpos; en "Juan Buscamares" ofrecía los paisajes melancólicos de desiertos eternos, de huesos de ballena y barcos varados como postales del futuro de la raza humana, como apuntes de la tensión entre la soledad y la aventura, un mundo asombroso hecho de los desechos de lo cotidiano.

Escribo todo esto sin tener a mano la entrevista de Ortega; retengo los fragmentos de esa conversación, que recuerdo como valiosa. Con los años he releído casi todo Breccia y no me he topado con la ilustración que Félix Vega tenía en su estudio. Con los años también he releído y conversado con Vega, que regresó a Chile y sigue trabajando para el mercado europeo, en una obra personalísima, perfecta y extraña. A pesar de que siempre hablamos, nunca le he preguntado por el dibujo de Breccia y qué fue de él, donde quedó, si todavía lo tiene. Me gusta como está, como algo que existe en el país falso e imposible del pasado, el país de los cómics y los libros e imágenes que atesoramos y nos definen, un mundo que crece hacia dentro, convertido en memoria, convertido en historias.