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Materiales de construcción

Columna de Álvaro Bisama:

Materiales de construcción

Publicado el 29/09/2014
En esta columna, Álvaro Bisama nos habla sobre esa historia privada y colectiva que se puede construir con lo que se encuentra en los libros de las bibliotecas. Material de construcción escrito en márgenes y tarjetas de préstamo, en forma de comentarios, fechas y firmas.

Materiales de construcción

por Alvaro Bisama

Cuando estudiaba en la universidad, a veces encontraba libros de la biblioteca que mi padre había pedido hace veinte años. Casi siempre eran descubrimientos accidentales: en la tarjeta donde se consignaban los préstamos reconocía su firma. La fecha, casi siempre, era previa al golpe de estado. Mis padres habían estudiado en la misma universidad que yo y el golpe había cortado la vida que llevaban, obligándolos a dejar la facultad, para volver años después a terminar todo. Pero los libros seguían ahí. Los libros con los que habían estudiado. Los libros que habían sido novedades en los sesenta o los setenta y reposaban en los estantes de esa biblioteca esperando nuevos lectores.

Recuerdo que a veces me iba a los cajones donde estaban las fichas bibliográficas y pasaba horas revisándolas, buscando algo que no sabía qué era. Esa biblioteca no tenía demasiadas novedades pero sí contaba con una colección interesante de autores chilenos como Luis Rivano y Armando Méndez Carrasco, que un profesor de lingüística había comprado para un monumental diccionario de chilenismos que había sido el proyecto de su vida. Ya utilizados, los libros habían terminado en la biblioteca, arrumbados como testigos de otra época, de una literatura que no era la que mis profesores de esos años me enseñaban, obsesionados como estaban con los clichés de las novelas históricas y la Nueva Narrativa. Pero esos libros estaban ahí, volúmenes como "El apuntamiento", de Rivano o "El Cachetón Pelota", de Méndez Carrasco; obras que provenían de la calle, de un país que existía en el pasado; relatos que eran asteroides a la deriva en la galaxia de la década del noventa, tan confiada en el chauvinismo de su propio presente. Por supuesto, yo no era el único. Algunos amigos también se perdían en esos cajones con fichas, como si fuese un modo de matar las horas muertas mientras esperábamos las clases o ir a pasar la tarde al bar de la esquina. Ahora mismo recuerdo a algunos de ellos, todos miembros de una pequeña comunidad informal que cambiaba libros y datos, que traficaba cintas de VHS y casetes, que publicaban fanzines porque era su forma de escapar del tedio, de armar un mundo propio con esos materiales de construcción que estaban escondidos a la vista de todos.

Pero me desvío: a veces, yo miraba en esas tarjetas de cartulina las firmas de quienes habían sacado los libros antes y trataba de reconstruir el relato de la vida de esos lectores como una sucesión de saltos en el tiempo, vestigios de las eras geológicas de la historia de Chile, como si esas caligrafías en sí construyeran una confesión o una memoria; como si fueran las notas enviadas desde otra dimensión. A veces, en esos libros, había boletos de micro, papeles sueltos o pequeñas anotaciones en el margen de las páginas. Algunas de esas cosas tenían, en algunas oportunidades, veinte o treinta años. Yo los dejaba ahí. Me parecía que eran parte de la obra, lo mismo que las notas de los lectores; que bien podían ser palabras sueltas u oraciones completas, o subrayados temblorosos que quedaban cortos en un segundo, reflexiones en el borde de las hojas que con los años se habían convertido en tatuajes descoloridos en la piel de la página.

Yo trataba de descifrar lo que decían pero me perdía en la letra o en el lenguaje de quien anotaba. La letra ajena era el enigma de otro mundo y esas reflexiones podían ser obvias, incomprensibles o reveladoras; pero eran siempre sorpresivas, instantáneas de la cabeza de un lector desconocido que habían atravesado el tiempo, sobreviviendo la extinción y las sacudidas de la historia. Nunca tomé ninguna nota de ellas. Me parecía irrespetuoso, me provocaba la misma sensación de caminar arriba de una tumba. Quizás debí haberlo hecho. No sé dónde estarán esos libros ahora. Si los dieron de baja o no, si los mandaron a empastar. También me pregunto por las fichas, que estaban escritas a máquina. Lo mismo sucede con esos fragmentos subrayados, con esas notas escritas por desconocidos. No sé dónde están. No sé qué pasó con ellos, con esa historia privada y colectiva que detallaba los afectos de los lectores, sus paranoias y sus fobias, de los pensamientos cogidos al vuelo mientras leían, encontrándose con sí mismos, volviendo a la literatura una especie de reflejo deformado de un tiempo que es imposible, que no volverá salvo como esas notas sueltas y perdidas en una biblioteca que quizás ya no existe.