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El lugar equivocado

Noveno Deslizamiento:

El lugar equivocado

Publicado el 21/08/2014
Álvaro Bisama nos cuenta cómo un grupo de vanguardistas literarios terminan siendo lo que no esperaban, como esas bandas de rock que brillan un día y cuyos integrantes se diluyen en el tiempo, con suertes disímiles.

El lugar equivocado

Por Alvaro Bisama

A veces pienso que La Mandrágora, el grupo fundado por Braulio Arenas, Teófilo Cid y Enrique Gómez Correa a fines de la década del treinta, fue una especie de banda de rock antes que una vanguardia literaria. Una banda de rock perdida y olvidada, envejecida, devorada -como debe ser, como corresponde a todo mito- por sí misma y la historia. Digo eso no solo porque está en ellos la semilla de un origen casi legendario (tres escolares se conocen en un liceo de Talca y deciden, a partir de sus lecturas del surrealismo, cambiar la literatura chilena) sino porque el arco narrativo de sus vidas parece calzar con un guión, con una trama que, si queremos, termina siendo simbólica y reveladora.

Esa trama está llena de imágenes perdidas, de libros olvidados, de vueltas de tuerca. Ahí caben el aterrizaje del grupo en Santiago y la sombra de Vicente Huidobro, y el momento de ese acto en la Universidad de Chile donde Arenas sube y le quita a Pablo Neruda el discurso que va leer y lo rompe en pedazos. Cabe la revista que fundaron; caben todas las cartas que enviaron a París y las respuestas y los saludos que recibieron de vuelta desde allá y que quizás les salvaron la vida; cabe el hecho de que se tomaron todo muy en serio (su surrealismo quizás estaba prematuramente envejecido por el ansia); de que su humor siempre fue algo forzado y hasta melancólico (basta leer "El AGC de la Mandrágora" para comprobarlo). Cabe la muerte sorpresiva de Jorge Cáceres en 1949 y la elegía que le dedicó Gómez Correa, que es una lista interminable de lugares parisinos, el mapa de una ciudad inventada que quizás nunca visitará. Cabe el modo en que Teófilo Cid se perdió en la pobreza y en la noche de Santiago, hundido en una ciudad alucinada y cruel hasta morir en 1964. Caben todos los salones parisinos a los que pudo entrar Gómez Correa y cabe la pregunta si ahí, al lado de un envejecido André Breton, haya tenido recuerdos de su casa. Cabe el modo en que Arenas se fue quedando solo, escribiendo novelas góticas o experimentales hasta volverse una caricatura de lo que había aspirado a ser, mientras Chile se incendiaba. Ahí vemos a Arenas, cortando y pegando viejos folletines del siglo XIX para refundar la novela como forma pero también recibiendo el Premio Nacional de Literatura en plena dictadura, volviéndose pinochetista mientras traducía a un Rimbaud que proponía el desorden de los sentidos. Cabe, finalmente, el modo en que todos ellos aparecen como notas al pie en nuestra historia literaria, todos vueltos fantasmas incomprensibles, alienígenas que siempre sospecharon haber nacido en el lugar equivocado y cuya vida siempre fue un modo de pactar con ese golpe negro del azar, con ese error inverosímil.

En la cultura del rock, muchas veces la música no importa. Lo que queda son los actos, la perfomance, la gestualidad de la transgresión como un código cifrado, como un lenguaje para iniciados. En el caso de La Mandrágora aquello es una transgresión, es una especie de constante que nunca se resuelve, quizás porque sus autores llegaron demasiado tarde, demasiado lejos, demasiado cerca. No lo sé. Anoto estos momentos simplemente como una especie de trama, como una suerte de lista de escenas posibles para un relato más grande. Las posiciones de todos resultan de algo quizás mayor que ellos: Cáceres es el genio muerto prematuramente; Gómez Correa es el pícaro astuto que alcanza a fugarse y se salva; Arenas, el que se queda atrapado en Chile, el Traveler de todo este asunto; Cid, el hombre comido por su sombra. En este relato, los libros son a veces reflejos extraños de estas vidas, como si la literatura fuese un testimonio a contrapelo del mito, como si no pudiera llegar a tiempo para salvarlos, como si no le importase a nadie.